Tu vestido rojo me alborota el pensamiento, sentada en ese bar eras todo un monumento. Yo decidí acercarme, con dos tragos en la mano. Le dije mucho gusto, mi nombre es Santiago...
Te añoran mis deseos y la incertidumbre de tu piel, mis manos te alucinan bajo su poder y control, abusando de tu dosis femenina, dominando con firmeza tus dotes de rebeldía francesa. Mis flechas convergentes se envician con tus dianas doradas, pretendiendo clavarse de por vida, encallar en tu entrepierna y hundirse en tu ombligo risueño, que baila al compás de tu jadeo; pasearse en tus costillas, naufragar en tu horizonte crepuscular, que me desprende la conciencia y me eleva hasta la fragancia de tu cuello.
El tiempo pasa lento y tranquilo, tu imagen se desvanece en la neblina y el edén de tus piernas regresa a la mitología. Me supongo no volver a verte, y tocarte nunca fue más que un sueño. Sigo deambulando por el aire, divagando entre las nubes, soñando tu ilusión. Hasta encontrarte nuevamente, a ti con otros dotes, igual pero distinta. Con miradas nuevas que ya nos habíamos intercambiado antes. Y comenzamos desde arriba.