domingo, noviembre 09, 2014

De paso

     Tu vestido rojo me alborota el pensamiento, sentada en ese bar eras todo un monumento. Yo decidí acercarme, con dos tragos en la mano. Le dije mucho gusto, mi nombre es Santiago...






     Nada se compara a tus miradas, inadvertidas y transeúntes, que ralentizan mis pulsaciones y me envían lejos, a donde los relojes descansan y conversan acompañados de Horacio y Los Buendía, con el cigarrito y el café. Donde se rinden los imposibles a mi alcance, donde tú caes en mi mirada admiradora y te pierdes sin mapa en mi laberinto nervioso. Pero me atropella la realidad, pasas de largo y tu mirada se desvía al desconocido infinito. Con el rabillo del ojo alcanzo a ver tu picardía escudada en unos labios de guayaba, arqueados hacia el cielo, revelando los secretos que escondes con recelo tras tu frente y tus pupilas. Por obligación me desvío en tus extremidades de porcelana, yendo y viniendo en la travesía de unos codos color pan tostado, hasta que tus hombros me regresan a la autopista de tu espalda, recorrida en paralelo y en perpendicular al menos un millón de veces, hasta embriagarme en tu serenidad andante, en el bailar de cada uno de tus pasos vacilantes, y en tu lejanía que se crece con cada golpe al bombo constante, que tambalea tus cabellos cual péndulo de cuarzo.
     Te añoran mis deseos y la incertidumbre de tu piel, mis manos te alucinan bajo su poder y control, abusando de tu dosis femenina, dominando con firmeza tus dotes de rebeldía francesa. Mis flechas convergentes se envician con tus dianas doradas, pretendiendo clavarse de por vida, encallar en tu entrepierna y hundirse en tu ombligo risueño, que baila al compás de tu jadeo; pasearse en tus costillas, naufragar en tu horizonte crepuscular, que me desprende la conciencia y me eleva hasta la fragancia de tu cuello.
     El tiempo pasa lento y tranquilo, tu imagen se desvanece en la neblina y el edén de tus piernas regresa a la mitología. Me supongo no volver a verte, y tocarte nunca fue más que un sueño. Sigo deambulando por el aire, divagando entre las nubes, soñando tu ilusión. Hasta encontrarte nuevamente, a ti con otros dotes, igual pero distinta. Con miradas nuevas que ya nos habíamos intercambiado antes. Y comenzamos desde arriba.

lunes, septiembre 08, 2014

Lápiz en sostenido

     Abriste los ojos y el Sol guardó su pincel, porque tú pintas el paisaje mejor que él. Cuando amanece tu lindura, cualquier constelación se pone insegura. Tu belleza huele a mañana y me da de comer durante toda la semana.


     Aplaudo a quien escribe para sí, a quien ahoga sus penas en un mar de letras grises y a quien grita su euforia con letras mayúsculas. A quien se enamora de las comas de cada texto y al que pacientemente espera sus puntos para seguir en la travesía de las vocales y consonantes, en las agudas sombras de las palmeras y en el grave oleaje. A quien transforma los colores y los dibujos en gramática y grafito, creando imágenes de mil palabras. A ese lo aplaudo. A quien inmortaliza los pincelazos color infinito, a quien vuelve indeleble la convergencia del papel con la mano, que conciben las ideas nucleares y germinan en los absurdos personales, que bailan al ritmo del latin jazz. Aplaudo al enamorado, que busca enamorar con las letras perfumadas y escasas de cordura, absortas en los ojos desequilibrantes que sostienen las ideas más profundas de lo eterno. Aplaudo a quien me lee, a quien se fía de mi razonamiento y entiende mis teorías sobre los azules y marrones, sobre el café y el ron.
     En mis letras encontrarás la respuesta que nunca habías buscado pero que siempre te indagaron el organismo, encontrarás resueltos los misterios del universo que a diario derrotan al científico prestigioso. En tus letras encontrarás lo mismo, encontrarás las comillas ajenas y las citas contigo mismo. Redáctame en tu obra literaria de carácter descriptivo, ármame y desármame al compás de tus dedos entintados y agitados en ritual a la literatura. Sé literatura, hazme literatura. Que me estudien los amantes de tus letras y tus pesares, tal como te estudiarán mis generaciones de relevo. Acentúame en donde no correspondamos, con la misma rebeldía de quien penetra un margen, de quien se salta un punto. Escríbeme cuando los fantasmas no te dejen dormir, cuando el insomnio sea tu mejor amigo y cuando sólo las letras te den techo para pasar la lluvia ácida de la claustrofobia de tus ilusiones. Escríbeme, escríbete. Redacta una vida en el papel de tu libreta, redacta el vibrato de tus cuerdas vocales. Convierte los poemas sordos de Picasso en pinturas ciegas de Neruda. Y haz de mí tu obra maestra.

viernes, septiembre 05, 2014

Sin título

    Esa distancia que hay entre los dos... se acorta con otro vaso de ron. Apenas te conozco la mirada y ya imagino amanecer en tus almohadas. Y creo, ya estoy lleno de valor...




Y a lo lejos, entre los pasos te miro
y estiro
la mirada a ver si alcanzo tu sonrisa
de brisa,
acariciándome las sienes.
Y vienes, deslizándote por la aurora,
ahora
que me bailas, que me hipnotizas,
hechizas
mis poemas
con tus fonemas que se exceden
y acceden
a los confines del cielo
y al consuelo
de tus curvas y mis manos en sincronía,
armonía
que se compone de tus mayores y mis menores
en los tenores
de la noche obscura y tierna.
Tu pierna
que me amarra y que me anuda
a la duda
de la hora de tu aterrizaje
sobre mi paisaje,
del saludo
que me deje mudo y sorprendido,
perdido,
con la respiración en exilio.
Y el concilio
que buscan mis manos con tu cintura
que estructura
un extraño magnetismo
al abismo
con final en tu tacto.
Ese pacto exacto
de tu cabello y mi sequía
que me pregunta si algún día,
mía,
si algún día la agonía acabaría.
Éste día,
entre el ron y los arpegios de tus ojos
me despojo
de las variantes y te digo
con vértigo,
entre los acordes y los silencios
que del precio
de mis desayunos y de las cervezas de un bar cualquiera
quisiera
exonerarte, pues esta noche pago yo.

     Señorita de ojos naturales y piel de canela, la invito a la incoherencia de mis textos. La invito a una noche a escondidas del alba, a las aventuras en común.
      ... Rimas con mis climas, llegarías a mis cimas si, por alguna razón, te animas...

viernes, agosto 29, 2014

La voz de la medianoche

     No me dejes escapar, no me dejes escapar. Reina de mi camino... No me dejes escapar, no me dejes escapar, que no lo quiero. Eso no es para mí.




     Inmutables son tus cantos armoniosos que adormecen al Sol y que le acarician las orejas a los canes cuando te desvistes por completo, obligándome a tararear la melodía de tu espalda. Tan tenue tu abrazo y tan suaves tus risas, antónimos al calor del mediodía, me recitan al oido los arrullos de la noche azul marina, y qué afortunado el que te vea en el cielo celeste entre las nubes matutinas.
     Caminar a tu sombra, que me alumbra los pasos, me despeja los quehaceres y me enfría los sistemas. Me pone poeta y me escribe encima de los efímeros encuentros eléctricos que se hospedan en el cuarto vecino a tu piel, sinónimo de locura. Tu piel pálida me hunde en la arena movediza de tus caderas, en la montaña rusa de los amores de una noche. Tú que enamoras y desquicias a tantos, tú que despiertas a los lobos y aumentas la marea; tus ojos lunares, los lunares de tu boca, el firmamento en tu espalda, las constelaciones en tus hombros; tu espalda baja en expansión, la explosión de tu cintura, que reacciona con mis manos en lógico cumplimiento con la fórmula del infinito. Un paseo por el parque, buenas noches, un trío con el jazz. Te desvaneces cuando te busco, escondiéndote en algodón o en el espacio cotidiano, y reapareces cuando te canto en el crepúsculo, en el exilio solar y el monólogo de reflejos color ángel. Y me abrazas en la madrugada, calentándome con el frío viento que soplan tus pulmones desde el horizonte marítimo. Y te marchas antes de que llegue el alba, sales sin cabida a réplica. Y nos vemos mañana, cuando el crepúsculo toque el timbre de mi casa y ya estés a salvo del ardor del Sol.

jueves, agosto 21, 2014

Efímero

     Un bolígrafo sin tinta fue lo que utilicé cuando te escribí una carta que, obviamente, nunca envié...
     

     
     Es increíble lo azul de tus ojos cafés, es inconmesurable la profundidad de tu mirada. En tu sonrisa se dibuja la silueta del ávila, y en el brillo de tus ojos se opaca la luz del sol y el primer habitante de la luna. Tus miradas rasguñan mi pecho cual sable de samurai y penetran en mí como un Do en sostenido. A poco de tu llegada, y a menos de tu partida, tus tobillos me han hipnotizado como a un niño y me han llevado directo al infinito, han jugado con mi pulso y me han derribado las defensas como si de muros de papel se tratase. Ni la felicidad es tan efímera como tu imagen que se desvanece cuando apenas llegas y pones tu sangría en mi párrafo y sin comas redactas mi pensar. Sin silencios compones una rapsodia que describe sin cesar una amalgama de colores de arcoíris que se ligan al deseo de sentir el sabor de tus pupilas cubiertas por los párpados junto a mis labios ansiosos del jugo de tus pestañas. Y con suavidad realista me imagino tu imaginación repleta de tenues soplidos de aire que te abrasan en mi cerebro y te encarcelan en la sede de mis circuitos y mis poemas. Me gusta lo bellísima de la luna de anoche, me gusta el contraste de tu piel de nube y tu cabello de sombra, me gustan tus ojos amigables y tus pestañas de pluma que me cierran con peso de plomo y me obligan a soñar en el descanso en tus labios sonrientes por segundo. Tus brazos en vaivenes al compás de tus piernas atraen mis pupilas como polos opuestos en magnetismo. Con cada mirar tuyo, la cabeza me enloquece. Salen al sol las canciones jamás cantadas en los lugares a los que nunca fuimos, se derriten mis manos y se congelan mis pies. El corazón bota chispas y mis labios te soplan el rostro para quitarte el calor. En el brote de sinceridad te redacto lo mucho que sueñan mis manos con tus mejillas y con el sabor de tu respiración. Te canto con el alba en descanso mientras reposas, te canto en el sudor de las canciones, en el mojado de la lluvia. Te canto mientras callas, te canto mientras cantas. Me queda el beneficio de la duda, y el recuerdo del dueto que nunca se cantó.

viernes, julio 25, 2014

Y cuando quieras, te invito un café

... ¿Cómo hago? ¿Te invito un trago... O vamos directo al grano?


     El pícaro destino nos coincidió los pies, caminando a ritmos diferentes. Si me das el chance, no te perdono una mirada. ¿Qué no daría por estrellarme en esas piernas? Y a veces me pregunto cuántos días valdrán tus noches... Con tu bajo que me acaricia la quijada y tus notas que me deleitan la visita, el vibrato de tu espalda y tus ojos tan soprano. Mataría por pertenecer a tu pecho, por jugar con tus cabellos y abrazarme a tus pestañas. Las palabras juegan sucio y tropiezan al salir, a pesar de que hablo de ti y no contigo. No nos conocemos más que el nombre, pero nos identificamos en cada gesto con una complicidad accidental pero oportuna, que conspira con el deseo abusador de compartir la pijama para tentarme a hablarte del clima, de lo bonita que te ves y del trago que te quisiera invitar. Pero lo valioso sale caro, y contrariando al deseo se encuentra tu rechazo, y contrariando al rechazo se encuentra tu sonrisa tentadora que me susurra con picardía y me incita a mirarte más y a rozar tu cabello. Descarado sería si culpase al alcohol. No me piques el ojo, que me vas a embriagar, y estoy a una de tus pestañas de perder todo mi control. Juegas con mis sentidos a placer y comenzaré a optar por lo mismo, cantando que no te quiero, con el deseo entre los dientes. Y al ritmo de tu vientre se adaptan los latidos, inhalando tus caderas y exhalando tu perfume. Me perdería una eternidad en el bosque de tus cabellos y en lo profundo de tu ombligo, que se negó a salir a escena, colaborando así con el juego en el que, al final de la noche, no sé si gané o perdí, o si se quedó en empate el guayabo del desayuno. Lo cierto es que faltaste tú, lo cierto es que falté yo. Faltó el concilio y la tregua. Hasta que los ritmos coincidan nuevamente... Y cuando quieras, te invito un café.

martes, julio 15, 2014

La dulce agua salada

Muchacha ojos de papel, ¿Adónde vas? Quédate hasta el alba...



     Nunca importaron las penas ni las desdichas, su tragedia más grande opacaba a las demás como en un eclipse solar. Inútiles los intentos e inútil la tristeza, pues su peor tragedia es la que llevaba transitando en su anatomía, y a pesar de ser obra de la Madre Naturaleza, ni ella tenía potestad para corregir los errores escritos en su piel con la tinta indeleble de la indiferencia. Sus ojos de cristal, azules como el frío del invierno, no se desteñían ni con el más arduo e imponente de los intentos. Su río de hipnosis no tenía desembocadura, a pesar de que lloviera granizo y la corriente aumentara, era -casi- imposible rescatar el salado sabor del agua dulce de sus pesares.
     Sin más que la resignación, las personas se herían con la felicidad, como si cada risa fuese un rodillazo en el estómago y un escupitajo en el rostro. Las nubes se pintaban del frío de sus ojos y los soles salían a ofrecer café. De su tragedia sólo se alegraba el Sol que encontraba en ella la excusa para cortejar a la flora, pues quien se enredara en sus cabellos tarde o temprano bebería del amargo sabor de su indiferencia, nadie entendía que sus ojos no se desteñían y que no era más que un asunto irrefutable y que ni la Madre Naturaleza podría corregir.
     Hundida en el desespero de la indiferencia, ahogada con las lágrimas que nunca fue capaz de soltar y estructurada en la incomprensión de quienquiera que quisiese soltar una escalera, entendió que su indiferencia era lo único que, de alguna manera, rompía, mediante pequeñas aberturas, la atmósfera de la apatía. Entendió que su condición no era una pared sino un puente, que su tragedia no era una tragedia sino una dicha; que su risa no eran rodillazos sino caricias que las personas no comprendían, y que de su indiferencia nació el sabor agridulce. Entendió, de una vez por todas, que la felicidad no hiere, hiere la envidia y el egoísmo de que tu felicidad no sea la felicidad de otro. Su felicidad era netamente suya y concluyó que el error de la Madre Naturaleza fue el considerar su condición como un error. Y así, indiferente a los mirones, entendió que no era capaz de llorar por tragedias, que sus ojos no se desteñirían por razones tan vagas como las desdichas. Y de ese modo, por primera vez en su vida, lloró de felicidad.